martes, 19 de mayo de 2009

EL PAISAJE

por Gustavo Callegaris.



Hace ya muchos años que mi cámara y yo deambulamos entre las arrugas de este lindo planetita. En un principio no dejábamos de maravillarnos por los sitios que la naturaleza nos arrojaba en cada ciclo en que el ojo se ciega y el obturador se abre.
Así pasamos varios años en compañía de lugares maravillosos, iluminados con la imponencia y el descaro con que el sol es capaz de confabularse tantas veces con las nubes, el cielo, el agua, las piedras o lo que sea que ande cerca de nuestras mentes ávidas de eventos maravillosamente cotidianos, pero a veces tan invisibles.

Siempre, desde mis comienzos con esta linda compañera (mi cámara), me atrajo el poder de la luz sobre las cosas y sobre mis sensaciones.
Siempre que estoy fotografiando en la naturaleza lo primero en lo que reparo es en la luz que se impone sobre el escenario, luego son las formas que se van acomodando a los toques de las luces y las sombras y por último busco las composiciones. Trato invariablemente de no someter la generación de una fotografía al aspecto técnico, siento que si algo de lo que tengo frente a mi mueve la campanita del asombro, la emoción y la intuición se hacen cargo del papelerío formal de la composición.
Si bien es inevitable para un fotógrafo dominar las claves técnicas para poder manejarse en el campo creativo, una vez establecido ese dominio debe servir para manejar todas esas normas y no para ser manejado y condicionado por ellas.
En estos últimos años, tras mucho andar metido con el paisaje, los sitios han comenzado a aceptarme y compartimos ya mucho más que las fotos que me llevo de cada uno de ellos.
El paisaje me transforma, me enseña a pensar, deja que mi mente se ponga tan ancha como sus increíbles horizontes, que se ilumine con el resplandor de sus indescriptibles luces.
Empecé a ver los lugares con un doble sentido, como si al cerrar un ojo y apoyar el otro sobre el visor de la cámara pudiera mirar con uno hacia fuera y otro hacia adentro.
Encontré que en cada lugar hay mucho más de lo que vemos a simple vista, que muchas cosas se explican fuera de los confines de lo obvio.

El mundo natural me enseñó que siempre que me llevo una foto del paisaje es solo una parte, el resto se revela únicamente si nos zambullimos al otro lado de la línea, en el micropunto que de un trazo abre una rajadura invisible hacia los desnudismos de la intuición.
Las fotos que siguen son un paso en ese camino, en la dirección del sonido que escuchamos tan claro pero que no sabemos ciertamente desde donde llega o a donde nos conduce.
En todas las imágenes existe una mitad a simple vista y otra mitad que sólo se pone en foco si coincide al encontrarse con nuestras búsquedas, son las asimetrías que construyen la realidad de las visiones personales.

lunes, 18 de mayo de 2009

FOTOGRAFÍA DE NATURALEZA.

por Estanislao Aimar

La fotografía de naturaleza es un campo muy amplio dentro de la fotografía. En sí, trata de enmarcar en el papel (o la pantalla) la majestuosidad y belleza del mundo en su estado más puro conjuntamente con todo aquello que en el habita, a excepción del hombre y sus creaciones. Es, precisamente, por lo ambicioso del objetivo que persigue, que la fotografía de la naturaleza tiende a centrar su atención en la captación de una cantidad enorme de aspectos estéticos, en ocasiones muchos más que otros tipos de fotografía.
foto: Shiras
Fue en el año 1905 que el congresista norteamericano George Shiras, un aficionado a la fotografía con especial interés por la naturaleza, sentó las bases para lo que hoy en día es mucho más que una disciplina. Al ver esta fotografía, el aquel entonces director de la revista National Geographic (hasta el momento avocada solamente a la divulgación de la geografía), Gil Grosvenor, quedó completamente deslumbrado y convocó a Shiras a presentarse en la redacción de la revista con sus obras para una posible publicación. Para sorpresa de este, 74 imágenes quedaron seleccionadas y publicadas en un ejemplar[1] que dio un vuelco en la historia de la revista, así como en la fotografía propiamente dicha. A partir de este momento se abría un nuevo universo que permitiría explorar otras aplicaciones e intereses dentro una disciplina que estaba en pleno crecimiento y desarrollo. Curiosamente, 3 años antes de este evento histórico, veía por primera vez la luz alguien a quien yo consideraría el primer gran fotografo de naturaleza por la diversidad y veracidad de sus paisajes retratados: Ansel E. Adams.
foto: Ansel Adams
Hoy en día la fotografía de naturaleza tiene inumerables aplicaciones que van desde el mero interés o gusto personal de tener la imagen de aquel paisaje tan bonito, pasando por ser una herramienta crucial en la conservación, hasta el uso como evidencia cientifica casi irrefutable. Es así que, conjuntamente con el abrumador avance tecnológico que se vive en el siglo XXI, esta disciplina también avanza y va ganando adeptos en cada una de sus aplicaciones, perfeccionandose, diversificandose y popularizándose cada vez más. Logicamente, con la aparición de las películas en color y hoy con la tecnología digital, las imágeenes son más vívidas, reales y, si uno aprende la forma de hacerlo, pueden transmitir mucho más que la belleza aparente a primera vista. Piensen un momento ¿Cuántas veces se enternecieron viendo la famosa foto de la cría de foca blanca? ¿Cuántas veces sintieron un nudo en el estómago al ver las atrocidades que se cometen con ciertos animales como las ballenas en Asia? O simplemente, ¿cúantas veces una fotografía de un paisaje decidió un destino para sus vacaciones? Todo esto, y más, puede lograr una fotografía de naturaleza correctamente tomada y, obviamente, presentada.
Sin ir más lejos, hay fotógrafos que han volcado su carrera enteramente a esta disciplina. Por nombrar algunos de los más reconocidos podemos citar a Galen Rowell, Art Wolfe y Frans Lanting quien, en particular, ha llevado la fotografía de naturaleza un paso más allá. Actualmente se encuentra girando por el mundo con un proyecto llamado “LIFE: a journey throgh time” que consiste en un libro, una proyección de imágenes y una orquesta ambientando la reproducción de la evolución de la vida en la tierra desde sus comienzos. Un verdadero espectáculo multimedia donde a través de imágenes, tomadas en tiempo presente, el autor logra mostrar cosas que creíamos inexistentes tales como el origen del universo.
foto: Galen Rowell

Finalmente, es gracias a muchas de estas imágenes que hoy tenemos conocimiento de lugares que ya no existen (o están desapareciendo); animales ya exinguidos, y paisajes olvidados. Quizás sea esta la disciplina que el día de mañana nos permita mostrar a los niños la foto de un enorme bloque de hielo azulado y enseñarles lo que alguna vez nosotros pudimos ver personalmente y conocimos como glaciar. Este es el sentido que hoy en día está tomando la fotografía de naturaleza, el de conservar a través de imágenes, enseñar a la gente lo que existe, lo que hay más allá del lugar donde viven.













































































































































































[1] Solo dos ejemplares fueron reeditados en la historia de National Geographic y este fue el primero.

CÓMO Y POR QUÉ HEMOS LLEGADO A LA FOTOGRAFÍA

Por Diego Bagnera

"publicado en la revista española de arte Sibila Nro 24 septiembre 2007" http://www.sibila.org/
Gracias Diego por autorizarnos a publicar tu excelente texto.

A Rosana Katinas, Jorge Mónaco,
Matías Costa y Fernando García Curten


Lo que sabemos es una gran esfera que cuanto más se ensancha en tantos más puntos toca lo que ignoramos. Lo decía Spencer. Algo similar sucede con la fotografía. Cuanto más creemos saber de ella, más evidenciamos haber olvidado, o no haber comprendido nunca, su verdadera esencia, aquella capacidad de expresión por la cual este arte nació, como los demás, de una necesidad espiritual del hombre ante una carencia material en una época muy concreta de nuestra especie. Vale decir: los elementos naturales para producir un fenómeno físico y químico como el fotográfico estaban ya a nuestro alcance en la Edad de Piedra. Cabe pensar que el hombre no lo descubrió antes porque no lo necesitó. Digo bien: necesidad. Aquello que debe ser satisfecho para vivir. Nuestra época, en cambio, según en qué sitios del mundo, es generosa en hábitos y objetos accesorios, confort, coleccionismo crónico y ahorro preventivo: conveniencias, la forma cultural de las necesidades que, sin serlo, intentan parecerlo con nuestro aval. No obstante, el hombre, a pesar del progreso, continúa viviendo —sintiéndose cabalmente vivo— por necesidades satisfechas, no por acumulación de conveniencias.
Mucho de esto —lo conveniente antepuesto a lo necesario— influyó en el hecho de que hoy, a 170 años del primer daguerrotipo, la fotografía sea cada vez más una desconocida entre muchos que la aman. Su ya largo historial encierra a su vez otro de infructuosos intentos por definirla. Tironeada entre lo estético y lo testimonial, entre lo industrial y lo artístico, la fotografía fue acusada de querer acabar con la pintura y, más tarde, tras la aparición del cine, sentenciada a muerte; también, rebajada a arte de feria, a imitación mecánica de la realidad para acabar siendo instalada como objeto de consumo en los hogares de todo el mundo. Venerada por el periodismo y la publicidad, también la astronomía la emplea hoy a fondo en las sondas que indagan nuestro sistema y se le concede incluso el rango de prueba judicial por la que en ciertos países una persona puede ser condenada a la inyección letal. Todos la quieren. Todas la usan. Pocos, quizá, la entienden. Todos incluso saben cada vez más de técnica y, aun, de tecnología fotográfica, ignorando parejamente la filosofía, el lenguaje exclusivo y propio que hace de éste un arte al que el hombre, en su larga marcha, necesitó llegar. Un arte, cabe subrayarlo, industrial, al igual que el cine, expuesto también por ello al riesgo de ser eclipsado, devorado incluso, por su condición paralela de objeto de consumo, de mercancía entre productores y clientes; por su condición —digamos— complejamente contradictoria y bipolar de ser una expresión artística (tan inútil como vitalmente necesaria) a la vez que una actividad rentable, industrialmente conveniente y práctica. Los fotógrafos hoy viven así, más que nunca, un desafío crucial impostergable: cómo evitar el riesgo de extraviarse, subordinados a lo real —a lo que se ve— más que a lo verdadero, a lo que no siempre se manifiesta. Subordinados, en suma, más a la luz que a la oscuridad.

Cuestión de perspectiva
En Esculpir en el tiempo —acaso uno de los libros más hermosos del mundo—, Andrei Tarkovski rescata el concepto de la «perspectiva al revés», acuñada por Pavel Florenski en su trabajo Ikonostas. La pared de los iconos. En él, Florenski niega que la ausencia de la perspectiva en la pintura eslava del siglo XV responda a que los pintores rusos de entonces desconocían las leyes ópticas de Leone Battista Alberti, recogidas por el Renacimiento italiano. Florenski dice con razón que, "observando la naturaleza, se llega necesariamente a la perspectiva y que sería incluso posible que en algún tiempo ésta no hubiera sido necesaria, por lo que se la descuidó, prescindiendo conscientemente de ella". Sin duda, una especulación no menos hermosa que brillante, acaso por acertada: resulta inverosímil que ya en tiempos de Euclides, y aún antes, nadie advirtiera un fenómeno tan obvio como el de la perspectiva. El mero axioma euclideano "las paralelas se cruzan en el infinito" revela ese conocimiento anterior. ¿Por qué entonces la perspectiva no apareció en la pintura antes del Quattrocento? La respuesta es quizá la de Florenski: el hombre no la necesitó. Vale decir: la perspectiva aún no dolía ni exigía ser materialmente satisfecha. No metaforizaba todavía un dolor para el hombre; no representaba, en suma, una necesidad insaciable que —justamente por insaciable— empujara al hombre a exorcizarla estéticamente en sus representaciones. No obstante, ¿por qué la perspectiva sí surgió entonces en el Renacimiento, un período en el que la humanidad, paradójicamente, toma conciencia de su muerte como especie? Mucho tuvieron que ver en ello Copérnico, Galileo y Colón. El afortunado choque de este último contra la inesperada América es anterior a todos los trabajos de Francis Bacon, Johannes Kepler y Galileo; desde luego, también, a Sobre las Revoluciones de las Esferas Celestes, de Copérnico, que acabaría con la concepción ptolomeica del universo. Tras los descubrimientos de cada una de estas figuras, el hombre confirmó que la Tierra —en adelante redonda— se extendía más allá de donde siempre lo había creído, lo mismo que el universo, cuyo centro, como escribió famosamente Giordano Bruno, estaba ya en todas partes y su circunferencia en ninguna. La Tierra, en definitiva, no era el centro del universo, como se había creído hasta entonces, sino sólo un planeta más, mortal como otros, que giraba en torno a uno de los muchos soles que algún día habrían de extinguirse. El hombre intuyó así el infinito —tercamente siguió llamándolo espacio— y salió a su conquista con conmovedora ceguera, por todos los medios, fueran barcos o telescopios. Mucho terreno le quedaba aún por descubrir para lanzarse, una vez agotado el espacio del planeta, a la conquista de la eternidad, que, a escala humana, significó la conquista del tiempo. No es llamativo así que en aquel contexto la perspectiva pasase por primera vez a la pintura: las cosas por delante, ya no por detrás del hombre, perdiéndose infinitamente en fuga hacia la imprecisión de un espacio (y de un futuro) que, aceptamos, jamás veríamos. De este modo, la perspectiva se invirtió, como acertó Florenski, y pasó a estar impostergablemente ante nuestros ojos: fue asumida como dolor, como expresión sutil de la tristeza que nuestra propia nimiedad nos provoca. La confirmación científica de nuestra finitud colectiva en un contexto infinito comenzó a ser entonces un problema filosófico central; como siempre, primero de las clases ilustradas, y mucho después, de toda la especie.
Acaso por ello, Borges arriesga que hacia 1600, apagado el fervor renacentista, los hombres se sintieron perdidos en el tiempo y en el espacio. "En el tiempo —escribe— porque si el futuro y el pasado son infinitos, no habrá realmente un cuándo; en el espacio, porque si todo equidista de lo infinito y de lo infinitesimal, tampoco habrá un dónde. Nadie está en algún día, en algún lugar." Como casi siempre a lo largo de la historia, el hombre dio a este conflicto una respuesta material, a nivel masivo, y a nivel individual, una estética. Quedó así a las puertas de la revolución industrial, por un lado, y por el otro, aun ignorándolo, a las de la fotografía; incluso, a las del cine. La clave era optimizar, conquistar materialmente el tiempo, aquello virtualmente incontrolable, aunque sí ya ‘medible’.
Pese a que en 1505 el herrero alemán Peter Henlein había construido relojes mecánicos que funcionaban casi dos días, la primera revolución relojera ocurrió ya entrado el siglo XVII, cuando el científico holandés Christiaan Huygens inventó el reloj de péndulo, obteniendo en él la exactitud de los relojes de sol. Más tarde, aparecieron los primeros cronómetros capaces de contar los segundos, la manecilla de los minutos y un sistema por el cual a cada hora sonaba una campanilla. En esta época —ya siglo XVIII— los relojes eran muy caros, auténticos objetos de lujo sólo vendidos en las joyerías. "Con los relojes —escribió en 1802 el entusiasta relojero francés Ferdinand Berthoud— se pueden emplear todos los momentos necesarios en los trabajos de la vida civil. El hombre arregla la hora del trabajo y la del reposo, la de su comida y la de su sueño. Y, por esta afortunada distribución del tiempo, la sociedad camina como el reloj y forma, cuando está bien organizada, una especie de engranaje cuyos movimientos sucesivos son los trabajos de todos los miembros que la constituyen." Conmovedor, sin duda… No obstante, este aceitado engranaje, más que dar alas a un ritmo vital generalizado, impuso a la mayoría el pulso monótono de un metrónomo controlado por las clases ricas. El tiempo —en rigor, su administración— pertenecía a los granjeros y a los comerciantes, quienes, a través de las campanadas, lo imponían a los pobres, privados de medirlo y limitados, sin más remedio, a acatarlo para poder comer. Por el trabajo, el hombre tomó así violentamente conciencia del tiempo, como nunca antes: un problema de ilustrados, de pronto convertido en un problema doméstico y, como ya dijimos, filosófico de toda la humanidad.
No casualmente, así, el 17 de octubre de 1884, la Federación Estadounidense del Trabajo, de origen anarquista, resolvió que la duración legal de la jornada de trabajo sería de ocho horas a partir del 1º de mayo de 1886; también en 1884, la Conferencia Internacional del Meridiano adoptó el de Greenwich como referencia horaria mundial. El fraccionamiento del tiempo, definitivamente, había llegado. En adelante, los grandes acontecimientos del siglo XX profundizarían de este modo el conflicto subyacente de las revoluciones Francesa e Industrial, repetido más tarde, con variantes, en la Revolución Rusa, las dos Guerras Mundiales, la Guerra Fría y todas aquellas desencadenadas por el choque entre el capitalismo y las diversas vertientes del comunismo: quiénes y cómo administrarían materialmente el tiempo —la libertad, si cabe— de las personas, libertad y tiempo traducidos por estas hegemonías en dinero, esa otra forma del tiempo cuya posesión asegura cada vez más el control de las horas, de la movilidad y del espacio descubierto.[1]
En contextos como éstos, hacia 1839, nació accidentalmente —acaso prematuramente también— la fotografía, la más honda rebelión de la humanidad contra la nueva organización social que ella misma se imponía; el primer invento capaz de fijar el tiempo, de conservar aquello que al hombre le era arrebatado y que conformaba —descubrió— lo más esencial de su vida, una vida desde aquella época quizá más desdichada por ser todos tan milimétricamente conscientes de unas horas que la mayoría tenía derecho a administrar con libertad, al menos en la teoría, pero no posibilidades reales en la práctica. Acertó el holandés Harry Mulisch: "Hablar del tiempo es hablar de la muerte". Aquella nueva y exhaustiva conciencia del tiempo como limitación, no como posibilidad, subrayó ubicua, constantemente lo mal que vivía el hombre o, lo que es lo mismo, lo mal que iba muriendo: el hombre ganaba espacio, se expandía, en función de perder su tiempo, de aceptar canjearlo por dinero, el cual en sus manos nunca valía tanto como lo que había perdido, o era dueño de su tiempo aceptando a cambio perder dinero y, con éste, espacio, movilidad, capacidad de supervivencia. Pocos vivían, y viven, fenomenológicamente bien, dominando por igual espacio y tiempo, haciendo coincidir estas variables con puntualidad física en el centro de su deseo: estar donde se quiere en el momento en el que se lo ansía. Ir donde nos gustaría exige horas, días, y muchas veces, habiendo llegado ya al lugar soñado, nuestra percepción del presente no es allí tan placentera como lo era antes de partir: nuestra felicidad, nuestros momentos de plenitud, son infrecuentes, casi siempre imprevisibles. Por eso, entre otras muchas causas, el hombre comenzó a hacer fotos; por eso también continúa haciéndolas, al margen de esas otras tantas razones utilitarias (que no auténticas motivaciones) mencionadas al comienzo: el ser humano necesitaba retener como fuera esas situaciones privilegiadas en las que el espacio, el tiempo y su propia voluntad coincidían sobre el vértice efímero de su vida. Necesitaba, aun más, poder regresar a esas instancias, o a determinadas personas, si no físicamente, al menos virtualmente. La fotografía se erigió así como un bálsamo —que, por la materialización del recuerdo, suavizaba los momentos duros, atenuando la sensación de irrealidad ante un pasado sólo vivo en las cabezas de quienes lo evocaban— y como una esperanza, que —sobre una constatación real: ese rincón de pasado aún vivo en el papel— permitía al hombre ilusionarse con cosas ya ocurridas que, soñaba, podrían volver a repetirse.
Si el reloj señalizaba entonces social, laboralmente el tiempo, la fotografía venía a señalizarlo emocionalmente. De esos viajes antes puramente imaginarios hacia nuestro pasado personal, comenzó a quedar a partir de 1839 un milagroso trozo de papel: esa nostálgica, imposible flor que arrancamos en sueños del paraíso y que, al despertar, decía Coleridge, descubrimos en nuestra mano. La fotografía —comprendió el hombre— sustraía al tiempo una fracción de presente, sinónimo adquirido de regalo, el único tal vez incorruptible, aquel que a escala humana más puede transmitirnos la ilusión de ser un don: una foto es un fragmento de espacio y tiempo que contiene espacio y tiempo, un puente hacia las imposibles tierras del pasado que, en cada momento, puede llevarnos hacia una parte muerta y, sin embargo, intensamente viva de nuestra vida; a veces, más viva que nosotros mismos.

Fotografía y pintura

Las controversias desencadenadas por la aparición del daguerrotipo en los años 40 del siglo XIX volvieron a poner sobre la mesa la convicción de que el arte era cuestión más de imaginación que de óptica, una convicción —cuenta Aaron Scharf— que había estado en reposo hasta entonces y que permitió que muchos vivieran como pintores sin serlo, al menos en términos estrictamente artísticos. Se intentaba presentar así a la fotografía como una mera repetición mecánica de la realidad, sin mérito alguno. Los primeros daguerrotipos proporcionaban, sí, una imagen de lo real más fidedigna que el más realista de los cuadros, obtenida a su vez en menos tiempo. La crisis del realismo se volvió inevitable, y la oportunidad de dejar atrás el naturalismo por el naturalismo mismo fue aprovechada. La pintura sometida a un rol histórico, puramente documental, acabó, sencillamente porque su potencial utilitario, como ocurre con todo aquello que lo tiene, se había vuelto obsoleto, algo que por el contrario jamás sucede con una auténtica expresión artística, que es, por antonomasia, materialmente inútil en la organización social del causa/efecto en que vivimos pero espiritualmente imprescindible en la situación vital del espacio/tiempo que agotamos[2]. Los pintores tardaron mucho en descubrir, algunos en redescubrir, que ellos no trabajaban con la imaginación ni con la óptica sino con ambas a la vez como base fundamental de su auténtico soporte expresivo: la plasticidad, las texturas, el relieve, el color, dominados a través del óleo, la acuarela, el mural, el pincel, la tela, el papel. Tardaron en descubrir que la realidad imitada podía ser eventualmente uno de los temas de sus obras pero nunca un lenguaje específico. En los tiempos de Daguerre, Niepce y Talbott, y posteriormente aún más, la cámara de fotos —la máquina— era lo que molestaba ante todo a los detractores del nuevo arte. Nadie se cuestionaba no obstante que los pintores usaran pinceles, no sus dedos. La fotografía, en rigor, podía dejar sin trabajo a una gran cantidad de artesanos de la pintura pero no a auténticos pintores. John Singer Sargent, Winslow Homer, Ivan Aivazovsky u otros grandes maestros decimonónicos se mantienen aún hoy en pie por la calidad y la plasticidad de sus obras realistas, no por la funcionalidad de éstas. Y los retratos que Sargent realizó de Henry James, Stevenson o Roosevelt viven por lo esencialmente pictórico que hay en ellos, no por su carácter documental[3].
En términos utilitarios, la fotografía mejoraba entonces los rendimientos de cualquier obra hiperrealista, acortaba los tiempos de producción y, a la larga, apuntaba a abaratar los costes; tal como ahora sucede con la fotografía digital respecto de la analógica. Eso era la Revolución Industrial, de la cual la fotografía —como herramienta, no como expresión artística— resultó ser una consecuencia más. Pero fotografía y pintura jamás se molestarían en tanto sus autores encontraran el lenguaje exclusivamente propio al soporte en el que trabajaban y continúan trabajando. La comparación entre un arte y otro se repetiría más tarde con la proliferación del cine: la muerte del teatro fue sentenciada, algo que, por supuesto, no ha ocurrido. El teatro es un continuo; el cine, una edición. El teatro es inmediato; el cine, virtual. Uno narra y acontece en el espacio; el otro, en el tiempo. El teatro, como la etimología lo indica, es lo que se ve; el cine, lo que se muestra. Uno narra en un plano general fijo; el otro, en infinidad de planos. Las diferencias son muchas y no tiene sentido redundar en ellas. Georges Braque no se equivocaba: «Las pruebas cansan la verdad».
Lo cierto es que la aparición del cine también contribuyó a que la fotografía comenzara a descubrir algo más de su lenguaje propio. Es famosa la definición de Tarkovski: "El cine es tiempo en forma de hechos y no inversamente hechos que, por añadidura, encierran tiempo." El tiempo en el cine, subraya, es el protagonista, su especificidad, aquello que lo une a lo humano para convertirlo en arte. El instante, así, es a la fotografía lo que el tiempo al cine, y mientras éste hilvana fotogramas durante al menos una hora, la fotografía vibra, y sólo puede vibrar, en el marco de un instante. Una fotografía es siempre una sentencia; el cine una explicación. Esa sentencia es certera, como un enamoramiento: no hay tiempo para la seducción. Es amor a primera vista. Instinto en estado puro. Impacta. El cine, en cambio, desarrolla, gana por acumulación, "por puntos" —Cortázar lo decía de la novela—; la fotografía, al igual que el cuento, lo hace por knock out. Y mientras el cine rueda, la fotografía detiene: el cine persigue el movimiento, va tras él para, de algún modo, captarlo, subordinándose a él; la fotografía lo congela, incluso cuando decida mostrarlo, exponiendo para ello a una velocidad más baja. Ahí el verbo: decidir. El cine se somete al tiempo, y su sometimiento es su lenguaje; la fotografía, en cambio, asedia al tiempo hasta que, en un disparo, le arrebata, decide arrebatarle un instante —en rigor, una situación: espacio y tiempo indisociados— lo suficientemente significativa como para sugerir a través de ella la naturaleza íntegra del continuo que nos arrastra. "No sé si ustedes han oído hablar de su arte a un fotógrafo profesional —escribió Julio Cortázar—; a mí siempre me ha sorprendido el que se exprese tal como podría hacerlo un cuentista en muchos aspectos. Fotógrafos de la calidad de un Cartier Bresson o de un Brassaï definen su arte como una aparente paradoja: la de recortar un fragmento de la realidad, fijándole determinados límites, pero de manera tal que ese recorte actúe como una explosión que abre de par en par una realidad mucho más amplia, como una visión dinámica que trasciende espiritualmente el campo abarcado por la cámara. El fotógrafo o el cuentista se ven precisados a escoger y limitar una imagen o un acaecimiento que sean significativos, que no solamente valgan por sí mismos sino que sean capaces de actuar en el espectador o en el lector como una especie de apertura, de fermento que proyecta la inteligencia y la sensibilidad hacia algo que va mucho más allá de la anécdota visual o literaria contenidas en la foto o en el cuento." Vale decir, más allá del sentido literal de las imágenes, ese punto a partir del cual la fotografía significa y no meramente muestra, ese punto en el cual la fotografía se adultera, venturosamente, en visión.
En la misma línea, también Edgar Poe vio en el tiempo el principal diferenciador entre novela y cuento, aplicables también a la fotografía, aunque por otros motivos. El cuento, decía, se mide por su tiempo de lectura, no por su cantidad de páginas. Es su condición de ser leído de un tirón, sin interrupciones, lo que determina su fundamental diferencia con la novela. Con ésta, agregaba, el lector convive a veces por semanas, entrando y saliendo de ella con ánimos y grados de concentración distintos, regidos más por la vida diaria que por la experiencia lectora. Poe introducía así su famoso concepto de la "unidad de efecto", virtud exclusiva del poema y del cuento, leídos de una sentada, como en un arrebato, en menos de media hora. La fotografía, al igual que la pintura, el poema y el relato breve, goza también de esa posibilidad de unidad de efecto y exige, por ello, una concentración extrema: el menor detalle, por exceso u omisión, influye determinantemente en el todo. Operan así en ella dos fuerzas en tensión radicalmente opuestas —algo muy característico también en el poema—, que, lejos de anularse, se complementan como en un oxímorom o como en una brillante paradoja: “Un poeta siempre escribe sobre dos cosas a la vez —sostuvo Wallace Stevens—, y eso es justamente lo que produce la tensión característica del poema: una cosa es el tema de la poesía, y la otra, la poesía del tema”. En la fotografía sucede algo similar: una toma vibra y sólo puede vibrar por la equilibrada comunión entre el tema de la fotografía y lo fotográfico del tema. Bien puede aplicársele además el concepto de creación que Rolf Günter Renne atribuía a la pintura realista de Edward Hopper, heroicamente realista, por la época en que la desarrolló: “Sólo el juego entre elementos relacionados con la realidad y la mirada descifradora de esa realidad hace surgir aquella otra realidad que Hopper pinta en sus cuadros”.
Puede decirse entonces —apoyándonos en la fórmula de Andrei Tarkovski— que la fotografía crea y, por añadidura, testimonia. Inversamente, la ecuación no es posible: si un fotógrafo busca, ante todo, testimoniar lo real, lo ya creado, en lugar de crear sobre lo testimoniable, reduce su acción a lo periodístico o lo familiar, lo cual no es, en lo más mínimo, malo pero tampoco arte: su búsqueda se apoya fundamentalmente en lo utilitario. El aspecto estético —lúdico, filosófico incluso— es accesorio; es eso: un aspecto, nunca un impulso, nunca la motivación principal. Lo testimonial siempre persigue un fin: denunciar, obtener dinero, llevar un registro o una memoria de algo cuyos éxitos o efectos dependerán de la existencia o no de esos testimonios previos. Hay así un plan previsor y una conveniencia en ajustarse a determinados parámetros para llevarlo a cabo. La creación es, por el contrario, catártica, impulsiva, siempre improvisada, por muy meditada que sea su ejecución formal. Quien crea, busca en especial saciar una auténtica necesidad fisiológica, un impulso irrefrenable que puja dentro hasta ser expresado: la antigua y primitiva conciencia interior del caos pide a gritos, en determinadas personas, la creación de un orden formal externo que, mediante su realización material, apacigüe y satisfaga una necesidad espiritual, moral o psicológica que, de no ser satisfecha, puede anular al individuo para el resto de las actividades domésticas. Así, la búsqueda de un creador, de un auténtico fotógrafo es primordialmente estética, formal, inútil a priori, casi absurda, indiferente a posibles destinatarios. El acto creador comienza y finaliza en su ejecución; no tiene otra finalidad que reconstruir nuestra realidad destruida por el miedo a la muerte, sublimando ese vértigo al situarlo en un plano más alto e irracional —en el plano estético, lúdico o filosófico— para desde allí, entonces sí, temporalmente, reconstruir esa realidad destruida y seguir viviendo[4]. En el momento de disparar la cámara, sólo hay tres impulsos para un fotógrafo compulsivo: recortar, enfocar, disparar. Porque sí. Para nada. Para nadie. Como otros pintan, escriben o bailan con la certeza de que eso era lo que debían hacer para continuar ilusionándose con el resto de las cosas de la vida o disfrutando de ellas con una intensidad mayor resignificada. En los auténticos creadores, nada, ni la notoriedad, modifica esta necesidad. “Mientras escribo —confesó Borges— me siento justificado; pienso: estoy cumpliendo con mi destino de escritor, más allá de lo que mi escritura pueda valer. Y si me dijeran que todo lo que yo escribo será olvidado, no creo que recibiría esa noticia con alegría, con satisfacción, pero seguiría escribiendo. ¿Para quién? Para nadie, para mí mismo.”

Fotógrafos profesionales

Antiguamente, al comienzo de la fotografía, cuando las placas eran menos sensibles a la luz y las exposiciones necesariamente largas, los retratados debían permanecer inmóviles un buen tiempo; de allí, incluso, el que en muchas fotos aparezcan columnas o soportes, discretos puntos de apoyo para las rodillas y la cabeza en los que los retratados de algún modo pudieran relajarse. "El procedimiento —escribe Walter Benjamin— inducía a los modelos a vivir, no fuera, sino dentro del instante. Durante la larga sucesión de estas tomas, crecían, por así decirlo, dentro de la imagen." Es natural que en adelante los esfuerzos se concentraran en acelerar los tiempos de la toma. De allí a las instantáneas hubo sólo un paso, otro a las diapositivas, las polaroids y, por último, otro, realmente gigantesco, a lo digital. Éste trajo aparejado unas posibilidades de posproducción inéditas —el retoque digital parece ilimitado— y redujo, hasta hacerlos casi desaparecer, los tiempos del revelado y del copiado final (por seguir llamándolos de alguna manera) e, incluso, los tiempos de la toma: hoy se dispara sobre seguro, con mínimos márgenes de error y, así, más velozmente que nunca. La industria lo impuso, el mercado lo exige, y los fotógrafos, sin otra opción, lo acatan, unos con más gusto que otros: la mayoría de ellos debe ganarse la vida trabajando en el periodismo, en la publicidad, en la moda, en bodas, bautismos y comuniones. A los escritores les ocurre algo similar; también a los músicos y a los actores: todos necesitan vivir de la técnica con la que crean aplicada a aquello en lo que en general no creen. Aplican su oficio, no su creatividad, a diversos proyectos prediseñados por otros para cumplir un fin primordialmente económico, efectivo y útil, de los que también ellos se benefician. En esos encargos, la competencia —que, por mucho que nos lo quieran imponer, en el arte no existe— marca el ritmo. Eso obliga a infinidad de creadores a trabajar de cara a un público en especial, a un target, siguiendo los mandatos del sentido común. Su trabajo creativo exige lo contrario: huir a los mandatos altamente nocivos del sentido común para ahondar en los fuertemente creativos del personal[5]. Y aquí la trampa: mientras la Revolución Industrial buscaba reducir tiempos, la fotografía, como protesta, nació para conservarlos. Así, entonces, los fotógrafos hoy luchan por mantener aquel espíritu inicial de rebeldía mientras que en lo laboral se ven obligados a acatar gran parte de los mandatos que aquella revolución impuso, una revolución que, regenerándose en otras, mantiene su finalidad intacta: reducir al mínimo el tiempo, lo cual —casi sobra decirlo— es letal en fotografía.
El retoque, tan en boga en la actualidad, no es desde luego una novedad inherente a lo digital. Ya los daguerrotipos se retocaban, al igual que más tarde los mismísimos negativos. Surgieron también después las técnicas de laboratorio —el uso de máscaras, los apantallamientos, el cambio de filtros sobre el papel multigrado—, y ahora sí entonces, por último, las técnicas del photoshop, el cual, a diferencia del laboratorio analógico, ya no trabaja con el tiempo, la oscuridad, la luz, los químicos. Por el contrario, opera con el píxel, en los tiempos que uno quiera, con o sin luz ambiente, y con una amplia memoria de recursos que permiten alterar una toma a placer, casi como si de una obra de ficción se tratara. Según en qué manos y utilizado con qué fines, el photoshop —un invento fantástico— está acercando peligrosamente una vez más la fotografía a la pintura. Una mano que no estaba puede surgir; un fondo que no gusta, ser reemplazado por otro; las multitudes, multiplicarse aún más, y determinadas personas, aparecer en un evento en el que no habían estado. A este ritmo, cabe sospechar que los periódicos y los medios informativos acabarán volviendo a trabajar, esta vez por ley, en soportes analógicos: habrá fiscales que exigirán negativos o, sin llegar a estos extremos, manteniendo lo digital, archivos raw; habrá personas que irán a los juzgados a denunciar manipulación de la información, tergiversación de los hechos; exigirán pruebas fehacientes que demuestren que, de acuerdo a determinada imagen publicada, una persona estuvo en el sitio en el que se la ha puesto. Síntomas todos de no aceptar las cosas como son, un mal muy característico de esta época, que, en términos fotográficos, convierte lo creativo en algo frívolamente decorativo, conceptualmente pobre y filosóficamente falso.
Nada de esto implica que la tecnología digital sea, per se, nociva. Ésta no limita ni coarta lo existente: lo abre a nuevos lenguajes, nuevas finalidades que, las más de las veces, sí exceden lo fotográfico, una acción de la que no es responsable una técnica ni una tecnología sino el hombre que las emplea. Cualquier impulso creativo posterior a la toma puede ser excelsamente artístico —una nueva forma de arte, incluso, tan válida y necesaria como la fotografía: la fotocomposición o la fotoficción, por ejemplo— pero ya no auténtica fotografía, la cual, para decirlo de una vez, poco tiene que ver con cámaras y procesos, sean digitales o analógicos, del mismo modo que la literatura no guarda relación con el gramaje del papel de un libro ni, aun menos, con la cantidad de ejemplares de una tirada. La fotografía nació como una necesidad vital de fijar el tiempo y es indistinto cómo alguien consiga ese objetivo —si analógica o digitalmente— mientras la situación (espacio y tiempo indisociados en un instante) continúe siendo lo más precioso a preservar. Por ello, determinados puristas de este arte deberían quizá temer menos lo digital y cuanto venga a reemplazarlo en el futuro: desde las tablillas de barro al códice, desde la imprenta al offset, desde la impresión a demanda al e-book, también la escritura ha visto morir antiguos soportes en beneficio de otros, y eso, en cuanto a la especificidad de la literatura como arte[6], no ha afectado en nada las obras de Heráclito, Homero, Montaigne, Shakespeare, Tolstoi, Proust, Broch, Ungaretti, Beckett, Cernuda, Yourcenar, Borges, Lispector, Pessoa o Rulfo. Es preciso recordar así, con mayor frecuencia, cuándo, en qué contexto y por qué surgió, como necesidad vital, la fotografía. Eso le dará tanta vida como a la literatura o al teatro. Habrá best sellers, estrellas fugaces —menos que eso: fuegos de artificio— que eclipsen un segundo el cielo y desaparezcan para siempre pero habrá también, ante todo, constelaciones que, como suele decir Santiago Kovadloff de los clásicos, nos mirarán envejecer invictas, guiándonos desde lo alto. El debate real, como sostienen muchos fotógrafos, pasa por determinar dónde acaba la interpretación del negativo —analógico o digital— y dónde empieza el retoque. Arriesgo una frontera: la creación, en fotografía, ocurre siempre antes del click, nunca después. Al menos así lo entienden muchos (entre los que me incluyo), para quienes el fotógrafo crea sobre la realidad, no sobre lo ya fotografiado. Crea con su mirada, no con las técnicas de laboratorio, sea éste cual sea. Una toma es eso: lo que se toma entre lo existente. Por ello, Cartier Bresson se negaba, ya pioneramente, al reencuadre del negativo, embrión, hoy vemos, de manipulaciones más extremas. Y si Chéjov —volviendo a la equiparación entre fotografía y cuento— decía que escribir bien es saber tachar, fotografiar —cabe decirlo— es saber desechar[7]. Síntesis en tiempo récord.
La alteración de una toma es así la modificación de ese instante, de esa luz, de esa oscuridad y de esa situación, única e irrepetible, que, en teoría, se buscaba rescatar de la corriente del tiempo. La alteración de una toma, sea realizada en un laboratorio analógico o digital, es, me atrevo a decir, la antifotografía por antonomasia: se obtiene una imagen —un producto de la imaginación— pero no una auténtica escritura con luz. La alteración de una toma —y no hablo por supuesto de la interpretación del negativo sino de su transfiguración— es, en suma, la modificación de esa situación a la que, lejos de rescatar, se amputa o desnaturaliza con fines plásticos o, incluso, impulsos más propios de la pintura que de la fotografía. Ésta, en cambio, es fidelidad a un instante, y la técnica siempre ha estado al servicio de esa fidelidad. Cuando los roles se invierten y la fidelidad inicial a una situación fotografiada se convierte en el soporte de una técnica a aplicar, algo falla, al menos dentro de lo que entendíamos hasta hace no muchos años por fotografía[8]. Y hoy muchos, ya demasiados, están invirtiendo esos roles con creciente frecuencia y, cabe admitirlo, a veces, con magníficos resultados, algunos auténticamente artísticos aunque no por ello, insisto, estrictamente fotográficos: son creaciones mixtas, collages, en las que algunas técnicas fotográficas son empleadas, pero poco más; en esa parcialidad se agota lo fotográfico. Y mientras el antiguo laboratorio, el cuarto oscuro, estaba al servicio de la fotografía, el photoshop lo está al del fotógrafo o de quien oficie como tal, aun sin serlo: gente que las más de las veces no sabe ni pretende saber escribir con luz y, dicho sea de paso, ni necesita saberlo en los soportes digitales de hoy. Aquí entonces la confusión: el gran salto a lo digital, a diferencia de la aparición del daguerrotipo, no responde a una necesidad espiritual del hombre por fijar la materia que descubre ser sino a una conveniencia meramente industrial que tiene en su objetivo, no al hombre concreto sino al consumidor. El nombre del propio software lo subraya: Photoshop. Los informáticos no han desarrollado las tecnologías digitales pensando en un avance o en una mejora en el aspecto tecnológico del quehacer fotográfico, de la fotografía en estado puro, sino en lo que ésta puede implicar, a escala industrial, comercialmente, en la vida doméstica de los consumidores.
Cabe decir no obstante, como nota buena del fenómeno, que lo digital —además de contribuir a un considerable ahorro del agua, ya no derrochada en tantos laboratorios— viene a marcar la democratización final de la fotografía, 170 años después de su invención. La masiva incorporación de la cámara como electrodoméstico en los hogares de casi todo el mundo es ya prácticamente un hecho, y no hay persona, en la mayor parte de los países, que no sea fotografiada una vez al mes; siquiera con un móvil, en un fotomatón o con una cámara digital de bolsillo en cualquiera de los eventos sociales que comparta. Cabe decir también que lo digital ha venido a significar a su vez la globalización de este arte, dicho, esto sí, en su sentido más perjudicial: los fotógrafos se han estandarizado. Todos se parecen entre sí; el antiguo sello personal que distinguía a unos de otros se ha suavizado. Aventuro una explicación: lo que diferenciaba a unos de otros no era sólo la mirada, la creación en la toma, sino la interpretación del negativo, como los pianistas se distinguen por la interpretación de una partitura. Eso tiende a esfumarse cada vez más. Es como si en las fotografías actuales faltara el pasado. No hay impregnación de lo invisible: el tiempo no está allí. A fuerza de eliminarlo de casi todo el proceso, no penetra ya los objetivos en el momento de las tomas. Pasa la luz, que es rápida, pero no el tiempo: el principio activo del instante se queda sin ser rescatado de la corriente. No hay forma de probarlo: es sólo una sensación que no sé callarme en estas páginas. Las técnicas del retoque digital pueden, además, parecer ilimitadas pero no los son y estandarizan los criterios de interpretación, del mismo modo que el mejor piano eléctrico estandariza, por excelente que sea, la tímbrica y los armónicos de cualquier pianista sin lograr por ello desterrar jamás a un gran Steinway de los principales escenarios y estudios de grabación. La atmósfera y el tiempo, la propagación del sonido y de la luz son fenómenos imposibles de plasmar cabalmente si uno amputa —o como en estos casos sintetiza— algo de los factores físicos que los soporta, por imperceptible que esa amputación pudiera parecernos a simple vista.

El inconsciente óptico

En aquella limitación de la que Cortázar hablaba unas líneas más arriba —reflejo de otras muchas limitaciones autoimpuestas— reside la naturaleza de la fotografía como arte: sin audio, sin sucesión —y según los preceptos de Cartier Bresson— sin color, sin retoques, sin reencuadres, sin flash ni iluminación artificial, sin alteración del negativo y sin más herramientas que una silenciosa y rudimentaria Leica y un lente de 50 milímetros —lo más cercano a la óptica natural del hombre— o, a veces, como variante, uno de 90. Siempre acústica, la fotografía es lo unplugged de lo visual[9]. Máximo despojamiento en pos de la más pura esencia del tiempo, expresado directa y contundentemente en un orden cerrado y, por ello, abierto invictamente al futuro como historia personal de nuestros ojos, que van viendo nacer y morir las cosas en su continuo sin más remedio que seguir viendo cuanto acontece: nada pueden detener; mucho menos, su constante acopio de información. La fotografía, así, representa la memoria voluntaria del ojo, su parte más sentimental. Y aquí, entonces, uno de los hallazgos de Walter Benjamin, quien acertó al hablar del inconsciente óptico. Sabemos que en la percepción visual no es el ojo el que ve sino el cerebro. El ojo transmite, comunica; sólo el cerebro decodifica y ve. La transmisión es del ojo; la visión, del cerebro. El ojo capta una imagen negativa y la revela; el cerebro la intrepreta y fija. La fotografía es así, en todo sentido, una reflexión —en tanto que reflejo y pensamiento— acerca del tiempo, escrita con luz sobre un instante. Si el inconsciente pulsional es así aquella noción en la que no se piensa pero por la que sí se actúa, el inconsciente óptico es aquella visión en la que no se repara pero por la que sí se mira. Esa mirada, en el fotógrafo, se concentra con atención edénica sobre aquello que, de tan frecuente, ya vemos con indolencia y que él rescata y hace emocionalmente visible para todos. La fotografía, en definitiva, nos hace conscientes, más que del mundo que nos rodea, del misterio de la vida. A eso se refería tal vez Cartier Bresson cuando consideraba vital en una toma la «impregnación de lo invisible», una impregnación que Josef Sudek captó con brillantez inédita. La mayoría de los fotógrafos están muy preocupados por lo que ven; en menor medida, por cómo ven, por expresar lo que sienten ante lo que van viendo desde una perspectiva particular: por hacerse una mirada. Es más raro, en cambio, que quieran servirse de "lo que ven" para expresar, ante todo, "lo que sostiene" aquello que vemos: el tiempo en estado puro, la oscuridad, la luz, la atmósfera, lo inmanente expresado en lo momentáneo. Lo que no cambia, lo que estará mañana. El fotógrafo checo lo expresó con maestría: relativizó la realidad como forma de ahondar en ella. Un almuerzo de verano, al aire libre, en el campo; una mesa con muchos comensales. A sus ojos, la escena brilla en un segundo plano; el foco está puesto en una cantera cercana que nadie mira y en la que mañana la hierba continuará reverdeciendo, incluso por encima de los comensales. Nada importa de ese almuerzo: ignoramos quiénes son esas personas, cómo visten, qué comen, cuántos son, qué celebran. En Sudek raramente importan los individuos: le basta con la figura humana. Uno siente que está fotografiando otra cosa todo el tiempo; tal vez, con profética nostalgia, nuestra mirada. Sudek logró como pocos que nos concentrásemos en lo que buscaba mostrar a través de lo que meramente se veía. Planteó la fotografía no como ventana sino como espejo, como aquel rectángulo que, lejos de sacarnos a otra realidad[10], nos devuelve más hondamente a la nuestra interna. No obstante, aquel inconsciente óptico acuñado por Walter Benjamin continúa para muchos, en buena medida, oculto bajo estos progresos —supuestos o reales— que trajo consigo la tecnología digital. Éstos siguen respondiendo a aquel irrefrenable afán postrenacentista de conquistar el tiempo, un problema que el hombre moderno —hoy lo siente como nunca— aún no resuelve, sencillamente porque no tiene solución: al tiempo sólo cabe aceptarlo. No obstante, el hombre, en su terca ansiedad por ver en ello un problema a resolver, 'progresa' materialmente tanto como se extravía, más y más, en términos identitarios y, me permito el énfasis, en términos espirituales. ¿La ecuación?: ya que no podemos aspirar a lo eterno —una aspiración a la que no obstante no hemos renunciado por completo—, conquistemos la inmediatez: el mismo absoluto a escala infinitesimal. La conquista del tiempo fue así, hace ya décadas, reemplazada por esta otra más ambiciosa, a la que debemos lo descartable, buena parte del arte efímero, aviones cada vez más veloces, ilimitadas telecomunicaciones y, desde luego, cámaras y procesos fotográficos que eluden aquello que, por naturaleza, más deberían respetar. Privados así de poseer íntegramente el tiempo, hemos resuelto hacerlo desaparecer o, al menos, reducirlo al máximo. Todo o nada. El extremismo una vez más. Lo hicimos también con el espacio, creando auténticos “no lugares”, aquellos de los que habló Marc Augé: espacios vaciados de sentido antropológico, sitios y habitáculos de tránsito entre dos destinos personales. Autopistas, aviones, trenes, coches, metros, autobuses, aeropuertos, estaciones, supermercados, peajes, parques, cadenas hoteleras, cajeros automáticos: sitios en los que, por ser ya tantos, el individuo pasa cada vez más tiempo como un bulto anónimo en constante tránsito, con su identificador correspondiente y una presunción de culpabilidad a cuestas que no rechaza. Desprovistos así de nuestra historia personal, con la identidad en stand by, todos, dentro de un “no lugar”, somos culpables —dice Augé— hasta que se demuestre lo contrario: en un solo día se nos puede exigir nuestro carné más veces que las que, en otra época, se lo habrían solicitado a alguien en su vida. Es un recurso paradójico por el cual se exige la identificación de las personas para religitimar su anonimato. Y eso es soterradamente una vez más la anulación del tiempo que demanda la conquista de la inmediatez; desde luego, un simulacro que consiste en acortar los plazos no sólo hacia el futuro —acelerando los tiempos de producción, movilidad y dinámica— sino también hacia el pasado, borrando en los “no lugares” la historia personal de las personas, que, vaciadas momentáneamente de sus vidas, se vacían a su vez de sus muertes y, así, del tiempo que, de forma subliminal, contribuyen a borrar las grandes superficies frías, desangeladas e indolentes, tan modernas como pobres en historia, siempre ricas en aluminio, en cristal y, muy importante, en inmensos vacíos por llenar, secretos mensajes al individuo en tránsito: “Al igual que el espacio que percibes, también el tiempo aquí sobra”. Pese a todo, estos simulacros nos han hecho vivir más confortablemente —habría que determinar no obstante a cuántos— pero a la vez, ya sin juzgarlo, nos han hecho vivir más virtualmente. Daniele del Giudice expresa su estupor ante esta nueva realidad en su novela Despegando la sombra del suelo. "Pertenecía al siglo de las traducciones en cosas —escribe—, el siglo más realista que jamás se haya visto, un siglo que solidificaba las fantasías en objetos y que, más tarde, superándose a sí mismo, sustituyó cada objeto con su imagen." Sin embargo, debajo de este progreso —que, insisto, habrá que ver cuán real es en verdad—, nuestra desesperación es la misma. Y crece.
Toda acción material es, en el fondo, una reacción a un impulso espiritual previo, saciado o no. El afán industrial de eliminar el tiempo reveló el deseo inconsciente de eliminar a su vez la vida, porque incluye la muerte. Deslumbrados así por lo real, olvidamos lo verdadero, y cambiamos el planeta por el mundo: su versión más cultural y editada, una abstracción lo suficientemente ambigua para adaptarse por igual a nuestras euforias e indiferencias bajo los criterios filosóficos y formales del kitsch, una estética, explica Kundera, que siempre llora dos lágrimas de emoción. La primera exclama: “Qué hermoso: los niños corren sobre el césped”. La segunda: “Qué hermoso es estar emocionado junto a toda la humanidad al ver cómo corren los niños sobre el césped”. Todo es empalagosamente bello y triunfal. Nada corrompe la vida. Nunca. En ningún sitio. El kitsch, agrega el escritor checo, es “un biombo para tapar la muerte”, esa instancia final que da sentido —significado y rumbo— a lo que hacemos y que, al ser tapada, pasa a ser olvidada aunque no deje de existir. Negarla nos sumerge en un simulacro de inmortalidad, en una ilusión que lo biológico se encargará de destruir, más temprano que tarde, con la enfermedad o, bien, con la vejez. Sólo la aceptación de un fin —la aceptación diaria y sostenida en actos y en concepto de un final[11], aquello que ya el hombre renacentista supo que debía aceptar tras la concepción copernicana del universo— puede derribar el biombo, acabar con este simulacro que los países ricos hemos levantado a nuestro alrededor, creándonos un mundo —cada vez más civilizado y justo, decimos— que, con criterios kitsch, nos separa de la vida en general y, en concreto, de la vida y de la muerte de la mayoría de los miembros de un planeta para los que el mundo no es más que una palabra, y la existencia, un castigo absurdo que aceptan sufrida y resignadamente con creencias religiosas de la Edad Media. Sólo la muerte, en definitiva, la aceptación de nuestra maquillable pero no irreductible condición de ser efímeros, continúa dando sentido a nuestras vidas y, como es natural, a la fotografía, la cual, analizada una vez más desde la perspectiva del arte, será, tal vez, en blanco y negro o no será.

La patria visual del misterio

Quienes podemos escribir o leer ensayos como éste solemos olvidar que el hombre vivió la mayor parte de su historia a oscuras. La lámpara eléctrica, a la que tanto nos hemos habituado, es, si cabe, una conquista relativamente nueva. Hasta antes de la segunda revolución industrial, la luz era un fenómeno natural, sólo dado por el sol o el fuego. Sin embargo, tras el descubrimiento de la lámpara eléctrica —el principio de su funcionamiento se conocía desde mucho antes pero no se halló el modo de hacerla práctica hasta 1879, cuarenta años después del primer daguerrotipo—, el hombre comenzó a tender cables e iluminó las ciudades, desterrando gradualmente la oscuridad a los campos y los países pobres. De la mano de las máquinas y el progreso, las religiones entraban a su vez en crisis, como nunca antes; la ausencia cabal de Dios comenzaba a ser una idea tan legítima como la de su existencia. Sesenta años bastaban para ser anciano; la fragilidad humana era extrema, y el confort, un ideal, casi una fantasía propia de Da Vinci que el hombre vería materializada quizá en otros cuatro siglos: sin excepción, los hombres convivían con el barro, los caballos, con hábitos de higiene que a muchos hoy nos parecerían tormentos y que no obstante perduran en muchos sitios.
La luz artificial —no hay duda— nos ha mejorado también la vida pero, no pocas veces, nos la ha vuelto más indolente y desvertebrada entre lo que fuimos y continuamos siendo. La fotografía, por ello, más que a escribir con luz, viene a recordarnos la oscuridad sobre la cual escribe y sin la cual no podría ni tendría sentido hacerlo. La luz es, sí, el milagro, acaso el único fenómeno físico que concentra por igual el tiempo y el espacio: al primero lo manifiesta en los cambios de intensidad y penumbra que su paso produce sobre el segundo, al que va mostrando, y quizá creando, en su propagación. Pero si la luz concentra el tiempo y el espacio, la oscuridad representa la patria visual del no lugar y lo intemporal: aquello que da sentido al milagro.
De esta manera, la fotografía toca lo medular del proceso químico, físico y biológico de la vida y, para expresarlo, se sirve como ningún otro arte de la luz —espacio y tiempo— pero también, gráficamente, del vacío hecho imagen por el blanco, y del misterio, visualmente materializado por el negro. "La forma es el fondo en la superficie". Cartier Bresson solía citar estas palabras de Victor Hugo. Tiendo a pensar por ello —y una vez más apelo a lo estrictamente personal— que si Niepce y Daguerre hubieran inventado, en primera instancia, un daguerrotipo color (por decir algo disparatado), la fotografía habría evolucionado de todas formas hacia el blanco y negro, un aspecto bastante menos formal y más de fondo de lo que podría parecer; un lenguaje que subraya, ante todo, la situación, la luz, el instante, no las condiciones casi siempre superfluas, meramente expresivas, que el color aporta, empujando la fotografía hacia lo plástico, y aun más hacia lo kitsch, actuando incluso en el momento de las tomas como un elemento de distracción que muchas veces puede acabar eclipsando también la copia.
Al ser ya la realidad en colores —así la percibimos siempre—, un fotógrafo, cuando opta por el blanco y negro, asume un artificio, plantea desde el inicio, explícitamente, una declaración de intenciones: renuncia a emular; rechaza el color como quien rechaza, ante todo, lo real. Elige, en cambio, la ilusión ya evidente del blanco y negro, su ‘falsedad’ formal como modo de ahondar en lo verdadero. Esa evidencia deliberada, la elección inicial de ese artificio, le basta para declarar pronto sus ambiciones: interpretar, traducir, señalar, revelar algo presente aunque no siempre advertido en lo real; ser más expresivo que testimonial; no limitarse, en suma, a imitar, una acción que, en caso de querer ejecutarla, sólo conseguiría en parte. Al renunciar al color, el propio fotógrafo se amputa la capacidad de testimoniar cabal e íntegramente un hecho: tendría todo menos la descripción cromática de ese instante. Así, entonces, la fotografía color es, antes que nada, intrínsecamente imitativa[12]: se quiera o no, testimonia primero y sólo después aspira a expresar algo, digamos, metareal.
A su vez, la fotografía color parece encarnar —más que una manifestación del tiempo y del instante— una pretensión de actualidad perpetua, imperecedera, en la que ni el pasado ni la muerte existen. Una fotografía color, bien conservada y sin nada en su contenido que ‘delate’ claramente una época puntual, logra parecernos intemporal. La época queda como anulada —no necesariamente el tiempo ni la situación ni el instante— pero formalmente, por su irreductible naturaleza testimonial, una toma en color simula transmitirnos la frescura de una verdad reciente, casi inmediata, captada hace apenas un momento. El blanco y negro, por el contrario, asume, en su artificio, el pasado y nunca pretende parecer actual. Su significación, su trascendencia, su importancia expresiva reside justamente en hacernos conscientes pronto, casi sin que lo advirtamos, de que ha logrado arrebatar una perla al caudal del tiempo.
La fotografía color suele dejar así, en líneas generales, un sabor a mala imitación de la realidad[13] —como esas pinturas hiperrealistas que poco valen frente a la distorsión de Bacon y Picasso o la interioridad pública de Zao Wou Ki— y apunta a convencernos aún más de la pretendida autenticidad de ese simulacro de inmortalidad en el que estamos metidos y del cual este arte, sólo quizá a través del blanco y negro, puede y debe rescatarnos, recordándonos el pasado y la oscuridad en los que nos sumergiremos de un momento a otro; recordándonos, a su vez, la sana grisura de la vida, el milagro de lo cotidiano, expresados también, más sutilmente, por la infinita variedad de matices que separa, uniéndolos, al negro más neto del blanco más vacuo: una amplísima gama que, en clave doméstica, viene a sostener dos absolutos —vida y muerte— con tan sólo una red de infinitos relativos que, en su nimiedad certera, ‘metaforizan’ visualmente nuestros días, esas pequeñas e incesantes muertes y sus continuos renaceres que hacen que todo, a un paso de la nada, sea siempre tan último como inicial, tan final como primero.
El blanco y negro evidencia, en definitiva, de esta forma, la mano del hombre, la mirada humana, el impulso creador, interpretativo (no imitativo) de la vida, alejando así terminantemente a la fotografía de cualquier intento de ‘plagiar’ la realidad para ir, en cambio, más lejos y expresar su verdad implícita. La premisa inicial de cualquier fotógrafo quizá sea por ello recordarnos, más que la luz, la sombra. Wittgenstein lo exigía incluso a cualquier filósofo: descender hasta el caos primitivo y sentirse en él como en casa. "No vivimos por costumbre —agregaría Borges—; vivimos por asombro", según la etimología, el sobresalto producido por la repentina aparición de una sombra sobre la claridad a la que nos habíamos habituado. La del fotógrafo es siempre así una mirada original de asombro, del cual también la fotografía vive y cuyo fondo es —en partes iguales con la luz— la oscuridad, al igual que la muerte —en partes iguales con la vida— es el tapiz sobre el que alguien nos arroja, como a una moneda, para hacernos brillar, y acaso valer, por un instante, con la intensidad única de todo lo que es, segundo tras segundo, maravilloso y último.


[1] Hablo, desde luego, del hombre medio. Esclavos, trabajadores de sol a sol, hubo y habrá siempre, y resulta inverosímil pensar que, antes de la Revolución Industrial y del Renacimiento, el hombre medio no padeció la conciencia de ver limitadas su libertad y su vida según su suerte social. Lo reseñable, en este caso, es la ‘corporeización’ masiva de ese fenómeno que, una vez mundializado, se impuso y se normalizó como sistema de vida casi indeclinable para las siguientes generaciones.
[2] A lo largo de la historia humana, las civilizaciones de los cinco continentes han sabido vivir sin escaleras mecánicas, sin odontólogos, sin coches, sin brújulas, sin apósitos, sin aviones, sin guarderías, sin hisopos, sin trenes, sin alimentos no perecederos, sin cédulas de identidad. De todo han sabido prescindir (algunas, aún hoy, no tienen más remedio que seguir sabiéndolo); ninguna, en cambio, supo prescindir del arte. Desde las cavernas hasta hoy, nunca. Ninguna. La observación, brillante y certera, es de Luis de Pablo.
[3] Algo parecido ocurre con los retratos de Cartier Bresson, a veces muy anclados al fotoperiodismo por la notoriedad del retratado. No obstante, los suyos serán algún día sólo eso: fotografías de Henri Cartier Bresson, ya no retratos de Arikha, Gandhi, Camus, Sartre, Giacometti, Matisse, Beckett, Pound o Paul Léataud.
[4] Esta finalidad es la misma en quienes, pese a no crear, consumen arte. Su necesidad es básicamente idéntica, como bien señala el gran escultor y dibujante Fernando García Curten, a quien corresponde, de hecho, la concepción del arte como forma de reparar nuestra realidad destruida por el miedo a la muerte.
[5] Proust sostenía que el sentido artístico de un escritor reside en su grado de sumisión a su realidad interior, un plano en el que, paradójicamente, están también ya latentes, tal vez, las mejores tomas que un fotógrafo tiene para dar.
[6] La literatura no reside en un libro sino en la adulteración de la literalidad, en el impulso de desvirtuar estéticamente el lenguaje cotidiano, utilizado con fines prácticos, para así llamar la atención de otros sobre cosas que el desgastado uso del lenguaje va haciéndonos olvidar.
[7] Esa misma fatalidad de seleccionar un recorte es la que industrialmente ha hecho de la fotografía una práctica tan masiva: hemos aprendido a recortar pequeños fragmentos de realidad y tiempo —nuestros hijos, nuestros amigos, cada ser querido es un recorte de ese continuo, hasta ahora, sin fin— para de algún modo significar con ellos nuestras vidas, para en alguna medida darle vida a nuestras existencias. La mayoría de la gente no piensa en ello pero lo sabe. Le gusta, así, retratarse y retratar a sus seres queridos: tal vez nuestra más bella forma de aceptar que, en última instancia, sólo somos una imagen mirando a cámara, al futuro, desde el cual, cuando ya no estemos, haremos que otros miren al pasado. El retrato es así, quizá incluso en la fotografía artística, la razón de ser por excelencia de este maravilloso invento.
[8] "Aprende la técnica, y olvídala —decía Cartier Bresson—; si te aferras a la técnica, sólo te quedarás con ella, pero no crearás."
[9] Su expresión más pura y, reconozcámoslo, más radical sería la fotografía estenopeica. Bajo esta modalidad, el fotógrafo realiza sus tomas sin lentes, a través de un mínimo estenopo, una milimétrica abertura por la cual la luz pasa hacia la interior de la cámara sin mediaciones mecánicas de ningún tipo. Algunos autores han logrado bellísimas obras con esta técnica.
[10] Otra seña de identidad de toda auténtica fotografía —analizada siempre desde la perspectiva del arte— es, justamente, su incompatibilidad con la palabra, con un lenguaje que la explique. La fotografía prescinde necesariamente de epígrafes; incluso los rechaza. El fotoperiodismo, en cambio, los necesita; la fotografía publicitaria, otro tanto: vive por el slogan, y la foto familiar, por la propia memoria o por la explicación del pariente o del dueño del álbum. Una fotografía, digamos, ‘artística’ se explica en cambio por sí misma y quien la observa completa su sentido, como ante cualquier otra obra poliédricamente abierta a tantas interpretaciones como personas la contemplen. Sudek fue plenamente consciente de ello, como Cartier Bresson, Brassaï, Robert Frank, Larry Towell y Koudelka, entre tantos otros. La información añadida sobre una toma —dónde y cuándo fue realizada, quiénes son los retratados— es algo que puede gustarnos conocer para aumentar nuestro goce o para memorizar esa imagen también desde las palabras pero nunca algo que necesitemos imprescindiblemente a la hora de apreciar la toma. Detrás de cada poema, de cada cuadro, de cada canción hay una historia a contar sobre la génesis y la producción de esas creaciones. No por ello, afortunadamente, esas historias son incorporadas a la obra en sí.
[11] “La muerte —escribió Emmanuel Levinas— no es un momento, sino una manera de ser. Morir no es esperar el punto final del ser, sino estar cerca del final en cada momento del ser.”
[12] Salvo que los colores sean alterados —como en un proceso cruzado: una diapositiva revelada como si fuera un negativo—, lo cual nos saca, una vez más, demasiado pronto, de lo puramente fotográfico.
[13] Esto, desde luego, no siempre ocurre, y hay magníficas creaciones realizadas en color, claramente enmarcables en lo fotográfico, pero cuyo valor artístico —insisto: muchas veces, excelso— no guarda íntegra ni principalmente relación con la captación del tiempo, y cuando la guarda, lo hace cediendo una parte de su atención a la composición cromática, ‘distrayéndose’ así, más que subrayando, ese instante, esa situación que buscaba rescatar para, a través ellos, reflejar el tiempo, recordárnoslo y hacernos reflexionar sobre él.